UNA CASA CON LAS PAREDES LLORADAS
.
I
Quiero hablar del llanto no como el agua que dejó de mojar mis cachetes hace tiempo, sino como actos más o menos intangibles que arden en los agujeros que tengo por todo el cuerpo.
.
.
II
Mi llanto muchas veces
es igual a la grasa
que rodea mi cuerpo,
abdomen rajado
en pedazos flácidos,
muy parecido a la ira
atorada a mi garganta
o al acto de picarme la panza en la adolescencia
y negar que este cuerpo se deshace.
Mi llanto son lágrimas
que se acumulan en mi cerebro,
lágrimas que no son lágrimas
por supuesto,
sino piedras esparcidas en mis riñones
piedras que también se quedaron en mis zapatos
y me hicieron callos
[las ámpulas de los pies
también son llanto]
Mi llanto tiene forma de pastilla del día siguiente
por haber estado con un hombre de plástico
o tiene forma de aspirina
que promete aliviar la infidelidad
de mi expareja
[dos cuerpos que se dejan
de amar sin adivinarlo también son llanto]
A decir verdad,
mi llanto muchas veces
no sale por mis ojos ni moja mis cachetes,
mi llanto más bien se transforma
en lenguaje que me autolesiona
como decirme niña sin padre
porque decidí romper las fotografías
que retrataban la violencia a los ocho años.
Tambien soy llanto
en esta casa sin cuarto propio,
llanto en las selfies que dejé de tomarme hace tiempo,
llanto en el llanto de mi madre
el día que salí por su vagina,
llanto cuando mi gata no regresó a casa
y no pude salir a buscarla.
Llanto cuando digo
que ya no quiero alimentarme,
que odio mi autorretrato
y odio la carne que me sobra
porque se desparrama por todos lados.
Llanto todas las madrugadas
cuando mi carne se confunde
con una masa amorfa que implota
porque así es mi universo-cama-cuarto
de insoportable.
.
.
III
Desde hace días duermo en el piso
de una casa que no es la mía,
una casa que se parece al cuerpo
que arrastro desde hace años:
ajena.
Así duermo en este piso
en donde caminan las chinches
y me picotean como si su hambre
fuera uno de los agujeros que cargo en
el estómago y nunca cierra.
Duermo (entrecomillas)
porque en realidad nunca puedo conciliar el sueño,
porque sueño es igual a pesadillas
en donde mamá tiene un cuerpo
que desconozco,
cuerpo que quiere decir mi cuerpo.
Así duermo en esta casa
con las paredes lloradas
sin cama ni sábanas limpias,
una casa que se deshace
porque una también se cansa de sostener el cuerpo
y fingir que sí hay motivos para acabarse el desayuno
y vestirse de un lenguaje atorado en ventanas
que siempre están cerradas.
.
.
IV
Desde que me acuerdo se me han formado
muchos agujeros en la panza.
Estoy segura que muy pocos
se me han cerrado.
Cuando mi abuelo murió
se me hizo uno muy grande,
no tanto por su muerte,
sino porque abuela dejó de comer
y hasta la fecha la escucho
llorar mientras todos duermen
en la casa.
Mi padre también me causó
muchos agujeros en el vientre,
el último fue cuando decidió
que hija era sinónimo de llamar
todas las tardes para insultarme,
a veces pienso que por eso le tengo
miedo al sonido que hace el celular
cuando cualquier persona me llama.
Mi última pareja me hizo, quizá,
el hoyo más doloroso en mi cuerpo,
siento que me hizo una perforación muy grande
y que por eso he vomitado
el desayuno los últimos meses.
.
.
V
Dicen que el fin del mundo
no son las minas terrestres
que aparecieron desde antes
que naciera
ni las mujeres que mueren
en el baño compartido de una casa en la que viven diez personas,
mujeres que se desangran porque no quieren ser madres
y porque llorar sin miedo es algo
que ocurre solo en los talk shows al medio día en la televisión.
Me dicen que ese no es el fin del mundo,
que no son las balaceras
que ocurren mientras bebemos cerveza
en alguna cantina con rocola de a diez pesos la canción.
No son las patologías verbales que se habitan
cuando papá dice que sobre mi cuerpo no vive nadie,
tampoco es el confinamiento que obligaba a mi abuela
a vivir con la boca cerrada cuando era niña.
Dicen que el fin no llega con mis tetas más colgadas,
mi panza más flácida
ni el pelo decolorado para ocultar
las raíces de un color que todavía no termino de aceptar.
Tampoco soy orinando la cama
porque me asusta la dismorfia
y porque el reloj del microondas
me perturba todas las mañanas.
Dicen que el fin del mundo no es mi mejor amigo
con una depresión severa
porque le detectaron VIH
y no entiende el lenguaje de sus células.
Que el fin del mundo, mas bien,
tiene que ver con la caída de la bolsa
y los mercados desplomados,
aunque el cuerpo de mi mejor amigo
estalle por dentro,
aunque las minas terrestres también estallen,
aunque las balaceras,
aunque mi abuela
aunque mi cuerpo.
Nadia Bernal (1996, Estado de México) periodista, artista visual, fotógrafa. Ha publicado El dolor de vivir en Woodstock (2019) y en la revista Malvestida y TribunaQro y en distintas publicaciones emergentes y digitales. Participa de forma activa en diversos encuentros de escritura y plataformas de activismo