Nadia Bernal en Aleteo Poético

UNA CASA CON LAS PAREDES LLORADAS

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I

Quiero hablar del llanto no como el agua que dejó de mojar mis cachetes hace tiempo, sino como actos más o menos intangibles que arden en los agujeros que tengo por todo el cuerpo.

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II

Mi llanto muchas veces

es igual a la grasa 

que rodea mi cuerpo, 

abdomen rajado  

en pedazos flácidos,

muy parecido a la ira 

atorada a mi garganta

o al acto de picarme la panza en la adolescencia

y negar que este cuerpo se deshace.

Mi llanto son lágrimas

que se acumulan en mi cerebro,

lágrimas que no son lágrimas

por supuesto, 

sino piedras esparcidas en mis riñones

piedras que también se quedaron en mis zapatos

y me hicieron callos

                   [las ámpulas de los pies

                    también son llanto]

Mi llanto tiene forma de pastilla del día siguiente

por haber estado con un hombre de plástico 

o tiene forma de aspirina

que promete aliviar la infidelidad 

de mi expareja

                 [dos cuerpos que se dejan 

                  de amar sin adivinarlo también son llanto]

A decir verdad,

mi llanto muchas veces

no sale por mis ojos ni moja mis cachetes, 

mi llanto más bien se transforma

en lenguaje que me autolesiona

como decirme niña sin padre 

porque decidí romper las fotografías

que retrataban la violencia a los ocho años.

Tambien soy llanto 

en esta casa sin cuarto propio,

llanto en las selfies que dejé de tomarme hace tiempo,

llanto en el llanto de mi madre

el día que salí por su vagina, 

llanto cuando mi gata no regresó a casa

y no pude salir a buscarla. 

Llanto cuando digo 

que ya no quiero alimentarme, 

que odio mi autorretrato

y  odio la carne que me sobra 

porque se desparrama por todos lados.

Llanto todas las madrugadas

cuando mi carne se confunde 

con una masa amorfa que implota

porque así es mi universo-cama-cuarto 

de insoportable.

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III

Desde hace días duermo en el piso 

de una casa que no es la mía,

una casa que se parece al cuerpo

que arrastro desde hace años:

ajena.

Así duermo en este piso 

en donde caminan las chinches

y me picotean como si su hambre 

fuera uno de los agujeros que cargo en 

el estómago y nunca cierra.

Duermo (entrecomillas) 

porque en realidad nunca puedo conciliar el sueño,

porque sueño es igual a pesadillas 

en donde mamá tiene un cuerpo 

que desconozco, 

cuerpo que quiere decir mi cuerpo.

Así duermo en esta casa 

con las paredes lloradas

sin cama ni sábanas limpias,

una casa que se deshace

porque una también se cansa de sostener el cuerpo

y fingir que sí hay motivos para acabarse el desayuno

y vestirse de un lenguaje atorado en ventanas

que siempre están cerradas.

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IV

Desde que me acuerdo se me han formado 

muchos agujeros en la panza. 

Estoy segura que muy pocos 

se me han cerrado. 

Cuando mi abuelo murió 

se me hizo uno muy grande, 

no tanto por su muerte,

sino porque abuela dejó de comer

y hasta la fecha la escucho

llorar mientras todos duermen 

en la casa.

Mi padre también me causó 

muchos agujeros en el vientre, 

el último fue cuando decidió 

que hija era sinónimo de llamar

 todas las tardes para insultarme,

a veces pienso que por eso le tengo 

miedo al sonido que hace el celular

cuando cualquier persona me llama. 

Mi última pareja me hizo, quizá, 

el hoyo más doloroso en mi cuerpo,

 siento que me hizo una perforación muy grande

 y que por eso he vomitado 

el desayuno los últimos meses. 

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V

Dicen que el fin del mundo

no son las minas terrestres 

que aparecieron desde antes 

que naciera

ni las mujeres  que mueren

en el baño compartido de una casa en la que viven diez personas,

mujeres que se desangran porque no quieren ser madres

y porque llorar sin miedo es algo 

que ocurre solo en los talk shows al medio día en la televisión.

Me dicen que ese no es el fin del mundo,

que no son las balaceras

que ocurren mientras bebemos cerveza 

en alguna cantina con rocola de a diez pesos la canción.

No son las patologías verbales que se habitan 

cuando papá dice que sobre mi cuerpo no vive nadie,

tampoco es el confinamiento que obligaba a mi abuela 

a vivir con la boca cerrada cuando era niña.

Dicen que el fin no llega con mis tetas más colgadas,

mi panza más flácida

ni el pelo decolorado para ocultar 

las raíces de un color que todavía no termino de aceptar.

Tampoco soy orinando la cama 

porque me asusta la dismorfia 

y porque el reloj del microondas 

me perturba todas las mañanas.

Dicen que el fin del mundo no es mi mejor amigo

con una depresión severa 

porque le detectaron VIH

y no entiende el lenguaje de sus células.

Que el fin del mundo, mas bien, 

tiene que ver con la caída de la bolsa

y los mercados desplomados, 

aunque el cuerpo de mi mejor amigo

estalle por dentro,

aunque las minas terrestres también estallen, 

aunque las balaceras,

aunque mi abuela

aunque mi cuerpo.

Nadia Bernal (1996, Estado de México) periodista, artista visual, fotógrafa. Ha publicado El dolor de vivir en Woodstock (2019) y en la revista Malvestida y TribunaQro y en distintas publicaciones emergentes y digitales. Participa de forma activa en diversos encuentros de escritura  y plataformas de activismo

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